La alumna Macarena García Lastra de 1º de Ed. Primaria gana un accésit de la I Edición del Concurso de Redacción “Las escuelas-capilla rurales”

La alumna Macarena García Lastra de 1º de Ed. Primaria gana un accésit de la I Edición del Concurso de Redacción “Las escuelas-capilla rurales”

La alumna de 1º curso del grado de Educación Primaria, Macarena García Lastra, ha resultado ganadora en la I Edición del Concurso de Redacción “Las escuelas-capilla rurales” con un relato que tiene por título ‘Un ángel de carne y hueso’. El concurso, convocado por la Fundación Cultural Ángel Herrera Oria, obra de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP), tiene como objetivo dar a conocer la labor educativa desarrollada por Ángel Herrera Oria, cuando era obispo de Málaga, con la construcción de más de 200 Escuelas Capilla rurales en los años 50. Una acción que permitió escolarizar a niños de las zonas más inaccesibles de la provincia de Málaga y proporcionarles una educación primaria. Sin duda el legado de Ángel Herrera en su lucha contra el analfabetismo sigue inspirando hoy a futuras maestras como Macarena García, quien en su relato ha sabido captar cómo estas escuelas cambiaron la vida de los niños de entonces.

 

“Un ángel de carne y hueso” 

Qué frio hacía aquel invierno, corría el año 1947 y recuerdo con perfecta nitidez aquella mañana oscura en la que mi padre, mientras salía temprano a buscar algo de trabajo, nos gritó desde la puerta de nuestra vivienda que íbamos a hacernos ricos. Por aquel entonces yo tenía 8 años y pensaba que los ricos eran como los monstruos o las brujas, que solo existían en las historias que nos contábamos los chiquillos.  

Los pequeños de la casa seguíamos remoloneando en la cama, mi hermano pequeño me dio un codazo, después una patada y acabé en el suelo. ¡Qué poco me gustaba dormir con mi hermano Antonio! Antonio era el pequeño, tenía seis años y la poca carne que tenía en el cuerpo le daba una fuerza invencible. Siempre dije odiar dormir con mi hermano “el sonámbulo”, pero la verdad es que agradecía poder acurrucarme a él cuando se me daba por pensar en monstruos y gente rica en mitad de la noche. No tenía claro qué era un rico, pero como nunca los había visto, me daban miedo. 

Mi madre entró en la habitación a socorrerme, yo me había puesto a llorar después del golpetazo que me propició en sueños mi hermano, y después, con la elegancia que caracterizaba a mi madre para hacer cualquier cosa, cogió uno de sus libros y empezó a “leerlo”. Mamá no sabía leer, pero dibujaba como una artista y en sus ratos libres –que tenía pocos- nos hacía dibujos de piratas y tesoros, de dragones y princesas, y de gente rica, por supuesto. Nuestra madre nos enseñaba los dibujos y se inventaba las historias, a ella no le hacía falta leer, su imaginación volaba, como los dragones de los cuentos. En cuanto mamá entraba en la habitación y cogía el viejo taburete que usábamos unas veces de silla y otras de mesa, todos nos sentábamos a su alrededor, esperando impacientes a que nos contase una nueva historia de aventuras. 

Mamá nos besó a todos en la frente y comenzó su historia:  

“Hubo un día que nació un hombre bueno. Ese hombre es sacerdote y aparte de amar a Dios, ama a todos los hombres. Ese hombre se llama Ángel. No es un ángel de verdad, es uno de carne y hueso, y su misión a hacer en la Tierra es educar, ¡al mundo entero! Ángel vive en Málaga y un día soñó con que la madre de Juan, Antonio, Perico, Paco y Pedro aprendería a escribir y a leer, y también su esposo y sus hijos, ¡hasta el más pequeño!…” 

Mi madre nos explicó, a modo de cuento, que un ángel nos iba a enseñar a escribir y a leer, y que gracias a eso podríamos ir a la ciudad y ganar mucho dinero. Si supiese escribir y leer podría ser lo que quisiese: astronauta, policía o periodista, y podría tener un coche, uno de esos de los que oiría hablar a mi padre… ¡un seiscientos! 

A la mañana siguiente entendí que el señor que llevaría a cabo la idea de enseñarnos a leer y a escribir no era un ángel de verdad, era como decía mi madre, un ángel de carne y hueso. Pues aquel ángel personificado había tenido la brillante idea de educarnos, y no solo eso, de querernos.  En mi pueblo, Colmenarejo (Málaga), se designó un espacio para que aprendiésemos; estaba en la capilla del pueblo. Desde los 8 años hasta los 12 fui con mis hermanos a aquella escuela capilla, en el epicentro del pueblo. No miento si digo que fueron de los mejores años de mi vida, en los que saqué todo mi potencial, no miento. 

Desde aquel día no volvió a hacer frio ninguna mañana de invierno, aprendí a leer y a escribir con mis hermanos, y nuestra madre nos contaba historias y nosotros le ayudábamos a escribir los cuentos. 

Qué pobres éramos, pero qué poco nos importaba, ¿cómo iba a importarnos si nuestra madre nos contaba cuentos? Desde entonces hasta ahora, que ya soy algo más viejo, mi madre ha sido un pilar fundamental en mi vida, pero no solo agradezco a mis padres que nos sacasen adelante a mis hermanos y a mí, también siento un gran agradecimiento hacía la que fue mi profesora durante aquellos años de desconcierto. Aprendí tanto en aquella escuela capilla, pude enseñar tanto a mis padres… les debo la vida a ellos y siempre pienso que en parte les pagué la deuda leyéndoles periódicos y libros, escribiendo a mi madre sus cuentos. 

Tan solo había 14 kilómetros desde la capilla escuela hasta el Puerto de Málaga, y aunque eso a día de hoy se recorre en pocos minutos por la carretera, cuando yo era un chiquillo nos parecía que el Puerto de Málaga era un universo paralelo. En el año 1960 Málaga empezó a llenarse de gente extranjera, personas que hablaban un idioma que no entendíamos y cuya piel se incendiaba con tal solo ver el sol de lejos. Por fin pude comprobar qué era un rico, y comprendí que no daban miedo. No tenía claro si de mayor querría ser escritor como casi lo fue mi madre o rico, como soñaba mi padre con serlo. A día de hoy sé que cumplí más de un sueño: soy rico en conocimientos gracias a aquel ángel de carne y hueso que trajo a Málaga y a mi pueblo la posibilidad de soñar despiertos. Si mi padre siguiese vivo estaría orgulloso de que Juan, Antonio, Perico, Paco y Pedro fuesen a día de hoy ricos en amor y agradecimiento. De nuestros padres aprendimos el valor del esfuerzo y de aquella maestra que nos cuidaba con tanto cariño aprendimos el valor del conocimiento. 

Descubrí la felicidad a través del aprendizaje, no solo basado en ampliar mi conocimiento, también en la capacidad que me abría a la hora de socializar, de defender y plasmar una idea, o de aprender a escuchar la contraria, el aplomo y la seguridad de conocer la verdad y poder trasladarla a la práctica. Y entonces lo encontré,  en el estudio, en el afán de querer saber y saber, en el cómo y el porqué de las cosas, el gran placer de la vida.  

¿Qué es la felicidad abuelo? – me preguntan hoy mis nietos. La felicidad es tenerles cerca, pero además es poder saber de todo, y saberlo. El conocimiento es el mayor regalo que me ha dado la vida, disfruto leyendo y aprendiendo, aunque tenga 81 años no me canso de aprender cada día algo nuevo. Hay que aprender a agradecer lo que somos y lo que tenemos.